Como la más suave de las brisas
marinas, su mano le acarició la frente colocándole el flequillo lejos de los
ojos, casi sin tocarle, deslizándose sobre su piel con la misma elegancia de
una patinadora en los metros finales de su actuación. Acto seguido, le estalló un beso sonoro en la piel
despejada momentos antes, cuya onda expansiva los noqueó a ambos unos
instantes. Fue tan violenta la explosión, que olvidaron, de nuevo, la edad que
tenían. Sí, así, de esa forma tan “sencilla” se transformaban un día tras otro
en dos jovenzuelos.
Óleo sobre lienzo |
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