Normalmente nunca, o casi nunca,
escribo sobre los libros que leo. No hago esta estupidez por razones de envidia
que, a primera vista, pudiese parecer. No, es peor: lo hago por puro egoísmo,
porque en el fondo creo que los libros que leo sólo los leo yo, y me guardo
para mí mismo, en ese lugar tan cercano a mí, la intimidad, como diría Adela
Cortina, y ahí escondo egoístamente, El
guardián entre el centeno, El Quijote,
o Las uvas de la ira, como si yo
fuese el único que he tenido el beneplácito de la cultura universal, el permiso
único, el salvoconducto singular. Pero como ser humano que soy y como facultad
imprescindible de la propia condición humana, voy a saltarme mi axioma: voy a
compartir un libro. El libro de la poetisa Esther Peñas, La vida, contigo. Y ¿Por qué lo hago? ¿Por qué me vuelvo comprensivo
con mis semejantes? Por el amor. Habla del amor. Lo pone dentro de un matraz,
de un tubo de ensayo, de una placa de Petri: Lo ves. Lo analizas. Te envuelve.
No, no habla de pasión, ni de orgasmos galácticos, ni de mariposas en el
estómago. No. Habla del amor y no de sus consecuencias o síntomas. Habla de la
brisa que pasa a la vez, en el mismo instante, bajo las piernas de dos amantes
sentadas en un alto. Habla de la lluvia que moja por igual. Habla del olor a
naranja que es exactamente, matemáticamente equivalente para ellas. Porque eso,
según Esther, es el amor: igualdad. O eso he entendido yo. Me van a perdonar,
pero para evitar entrar en un estado que podría ser patológico me receto, yo
mismo, una dosis de PS4. Un abrazo y gracias, Esther, por el libro y por
recordarme que “hay días en los que acierto” Bueno, no he dicho toda la verdad,
recuerden que soy el más humano de los humanos. Lo que también dice el libro,
muy escondido por el amor extremo en cada una de sus páginas, es de la urgencia
de escribir sobre el amor. Esa es la verdad. Me ha costado. Me voy a jugar,
como ya dije.
Un trocito de....
"Quizá tuvieran razón en colocar el amor en los libros... Quizá no podía existir en ningún otro lugar" Willian Faulkner
domingo, 14 de abril de 2019
jueves, 11 de abril de 2019
Nanorrelato Nº 540. El bioquímico
Érase un bioquímico que
tuvo la mala suerte de que el dios de la mediocridad se fijase en él y, en un juicio amañado, dictara como
sentencia la destrucción de todo su trabajo. Nuestro intelectual tuvo que
ejecutar una a una y sin pestañear (así constaba en la sentencia), todas las
miles de sinapsis vertidas por él. Dicha acción debilitó sus rasgos humanos con
lo que cayó al suelo sin apenas ATP (Adenosina trifosfato, un nucleótido fundamental en la obtención de
energía celular) disponible. Se levantó transformado en otro ser y se mantuvo
erguido…, para siempre, porque el dios de la mediocridad es inmortal, como
corresponde a un dios, pero mediocre en toda su extensión temporal y por ende
no tiene la capacidad para evaluar, ni tan siquiera de imaginar, las gestas
valientes de los sabios que creen en su trabajo, que es equivalente a que creer
en uno mismo. Érase otro bioquímico desplazado en un despacho…, esa es otra
historia.
P.D. A Carlos López-Otín
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