Normalmente, el dios del tiempo, bueno, el ser
inmaterial responsable de otorgar en el planeta Tierra la cantidad temporal a
cada persona, no le gustaba pasearse ante las almas, ya que en cuanto le veían
le imploraban una pequeña prórroga para “terminar” las cosas que habían dejado
pendientes allá abajo. Por eso, como todos aquellos seres se ponían muy
pesados, casi siempre estaba recluido en sus aposentos, porque, como es
perfectamente deducible, él no podía otorgar ninguna cantidad temporal extra a
nadie, ya que con ello rompería una de las reglas principales que regían el
lugar donde estaban. Bueno, eso es lo que le decía a su jefe justificando así
su vida de casi absoluta reclusión. Pero la verdad, es que ambos sabían que la
verdadera causa de que no quisiese salir de su morada era justamente lo
contrario: no soportaba ver a aquel grupo de personas que jamás le pedían
tiempo para “volver”, aquellas que ni por asomo querían bajar a la Tierra, las que en cuanto
le veían, se juntaban todas formando una piña temblorosa por si, por
casualidad, se les otorgaba lo que otros tanto deseaban. Y…, cada vez había
más.
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Acrílico sobre liezo (65 x 46) |
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