Hace poco tiempo, en un país no muy lejano, vivía (como podía) un príncipe relativamente triste. Él ya estaba acostumbrado a su estado melancólico, aunque no resignado. Por ello, en un alarde de valentía, fue a visitar a una bruja que vivía en las montañas de su reino, para pedirle alguna solución que atajara su tristeza crónica. Una noche, sin que su guardia lo supiese, se envolvió en una gruesa capa para no ser reconocido y de ésta manera poder viajar solo, y a todo galope se dirigió hacia su destino. Cabalgó durante toda la noche, llegando extenuados al amanecer tanto él como su caballo. Una vez delante de la choza de la hechicera, cruzó el umbral sigilosamente y, de pronto, su moradora al darse cuenta de su presencia le dijo de muy malos modos:
— Tendrías que haber llamado y pedido permiso. He estado a punto de aniquilarte como persona. Has tenido suerte…
— ¿Aniquilarme? ¿Con algún encantamiento?
— No. Diciéndote: Hola ¿qué tal?
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