Miró en derredor y solo
veía libros, y ese horizonte le recordó que no había conseguido nunca descubrir la
causa, el porqué, a lo largo de sus tres divorcios todos sus libros habían
pasado como un testigo en una carrera de relevos. Uno detrás de otro. Ninguno
se había quedado por el camino. Y ahí estaban, estáticos, mirándole mientras se
ajustaba los tirantes. Pensó en uno de ellos, uno muy especial, de Cicerón, el
tratado “de Senectute”, donde el
magnífico orador y filósofo de la antigüedad daba un repaso a lo que realmente ocurre
cuando llega la vejez, y cómo se debe de afrontar. Recordó uno de los efectos,
el de que la vejez nos aparta de las actividades profesionales, de la
irrelevancia laboral, y exclamó en voz alta: Cicerón, tú no conocías al
coronavirus, por lo visto. Me voy al hospital…, a darle pal’pelo a ese
microorganismo deleznable. ¡A ver que me mandan los jovenzuelos, hoy!
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