Mi madre se mató a
trabajar. Trabajó de noche como telefonista, sin faltar un solo día .Trabajó de
portera durante 24 por 7, como se dice ahora, sin ausentarse de su obligación,
nunca. Se deslomó de sol a sol en el campo y nunca se puso mala. Atendió como
tendera en un colmado que estaba lejísimos de casa y jamás llegó tarde y, por
supuesto, nunca cogió una sola peseta del cajón. Se arrodilló doblándose como
una tenaza limpiando portales, y jamás nadie le echó en cara que había olvidada
una sola brizna de suciedad por donde ella había pasado agachada. Y me mandó a
la Universidad. Y me hice bioquímico, y me hice médico, y me hice abogado, y me
hice ingeniero, y me hice físico. Y, ahora, a un clic de ratón tengo desde todo
el metabolismo intermediario hasta la última actualización del tratamiento de
la pancreatitis del journal of digestive
diseases and hepatology, pasando por la mejor ponencia sobre bioética y los últimos trabajos sobre superconductores,
para terminar con una tesis doctoral muy buena sobre la ecuación de Schrödinger.
Tengo todo eso, y más. Pero para mi madre no tengo nada, salvo encerrarla en
casa para que el Covid-19 no la fulmine. Lo siento, madre. Lo siento.
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