Érase una vez un molinero viudo que en su lecho de muerte se dispuso a repartir las pertenencias que tenía entre sus tres hijos.
— Hijo mío, tú el mayor serás el que reciba el molino para que así te ganes la vida honradamente.
— Hijo mío, tú el mediano te quedarás con los animales de la casa, para que con ellos saques a tu familia adelante cuando la tengas.
— Hijo mío, tú el pequeño, el que más te pareces a mí, recibirás como herencia éste par de magníficas botas.
El hijo pequeño, acercándose cuidadosamente al oído de su moribundo padre le susurró:
— Yo no tengo tú personalidad padre, yo jamás sería molinero.
— Ni yo tampoco — le contestó él de inmediato —, si hubiera tenido la oportunidad y este par de botas para salir corriendo.
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