Entró decidido a no entrar. Necesitaba medirse, a ver qué tal iba de fuerza, a echar ese pulso que tantas y tantas veces había perdido por muchísima diferencia. No la miró, aunque sabía más que de sobra que ella sí le había visto: sentía sus ojos, su magnética luz. Una vez allí se dio cuenta de que era muy pronto para hacerse el chulo. El sudor frío de su frente le delató. Oyó su voz, su música celestial, su suerte. Ya era muy tarde para darse la vuelta. «Perdón, camarero, ¿me cambia para la máquina?».
Relato del libro "El Velocirraptor y 53 relatos más"
Esos artilugios y sus dotes seductoras.
ResponderEliminarUn abrazo, Pedro