La verdad, la nauseabunda
verdad que sólo él y su cliente sabían, inundaba toda su cabeza sin darle el
menor respiro. Mientras hablaba su colega adversario, seguía fraguándose la
madre de todas las batallas, proceso que dejaba sus circunvoluciones cerebrales
sembradas de cadáveres de los axiomas éticos que le habían certificado como
persona. La liza entre lo que sabía y lo que debía hacer, llegó a su momento
álgido: Miró su toga, a su defendido, se levantó y habló. Y fue un buen
profesional. Fin.
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