Érase un bioquímico que
tuvo la mala suerte de que el dios de la mediocridad se fijase en él y, en un juicio amañado, dictara como
sentencia la destrucción de todo su trabajo. Nuestro intelectual tuvo que
ejecutar una a una y sin pestañear (así constaba en la sentencia), todas las
miles de sinapsis vertidas por él. Dicha acción debilitó sus rasgos humanos con
lo que cayó al suelo sin apenas ATP (Adenosina trifosfato, un nucleótido fundamental en la obtención de
energía celular) disponible. Se levantó transformado en otro ser y se mantuvo
erguido…, para siempre, porque el dios de la mediocridad es inmortal, como
corresponde a un dios, pero mediocre en toda su extensión temporal y por ende
no tiene la capacidad para evaluar, ni tan siquiera de imaginar, las gestas
valientes de los sabios que creen en su trabajo, que es equivalente a que creer
en uno mismo. Érase otro bioquímico desplazado en un despacho…, esa es otra
historia.
P.D. A Carlos López-Otín
No hay comentarios:
Publicar un comentario