Érase una vez un genio español. Digo esto porque su morada habitual no era una cobriza lámpara a la que bruñir para verle cara a cara, sino un botijo. Como todos los de su especie, lo que peor le sentaba era estar dentro de su casa encerrado, situación en la que mataba el tiempo deseando que algún ser humano bebiese por el pitorro pequeño y por el grande unos segundos determinados y, como en el caso de sus congéneres arábigos cuando eran frotadas sus lámparas, salir al encuentro de la persona afortunada para satisfacerle en sus deseos, para una vez cumplidos (como todo el mundo sabe), volver de nuevo a su oscura e incómoda morada.
Pero un día su aborrecido botijo se rompió, y fue libre. Al cabo de algún tiempo, la tristeza invadió su etéreo cuerpo dando paso a sensaciones que jamás había sentido pero que había observado infinidad de veces. Se dio cuenta de que al perder su casa ya no podía hacer de genio, ya no podía hacer feliz a ningún ser humano y, en una centésima de segundo, se arrepintió de tantos siglos de maldiciones a su botijo del alma: comprendió, por primera vez, la causa de la desesperación de esas personas cuando se encontraban al borde de perder “sus botijos”.
No valoramos lo que tenemos hasta que lo perdemos. Me encanta este genio dentro de un botijo castizo, en lugar de tanta lamparita ñoña.
ResponderEliminarUn abrazo, Pedro
Gracias, amigo. Un abrazo muy fuerte
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