Siempre, de siempre, el darle un valor numérico a su vida había sido una preocupación, no angustiante, pero sí constante. Normalmente esa necesidad era más imperiosa cuando ocurría algo importante: en los giros, en las encrucijadas... Sólo quería el número, nada más, sin las unidades. No era cuestión de si eran mil unidades buenas o quinientas malas. No. El mil o el quinientos eran lo importante. Lo que significaba vendría después de obtener el valor. Y…, ocurrió. Nueve, ese era el valor real: nueve. Algunas eran más densas que otras. Las de los libros pesaban muchísimo más que las de los recuerdos, aunque debería ser al revés. Pero la vida siempre es real. Nueve, nueve cajas fueron las que el transportista le dejó en el hall de su nueva morada. Nueve cajas. Ese era el valor de su vida.
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