Fue testigo de todo. Observó la evolución de todos los seres humanos
que alcanzaba a ver desde su ventana, pero para él era muy importante porque
ese universo parecía suficiente para extrapolarlo al resto de ventanas de todo
el país. Vio cómo empezaron un buen día saliendo a aplaudir a todos aquellos
que se la estaban jugando para que pudiesen continuar con sus vidas, con sus trabajos,
con sus amores o finiquitar sus desamores. Después, esos aplausos fueron
mutando en caceroladas. Ya no había risas, ni “hasta mañana vecinos”. No. Eran ruidos metálicos en medio del
silencio. Después, unos y otros memorizaban como si estuviesen preparándose un
examen, las caras de quienes aplaudían y quienes sacaban cacerolas. Después, apoyados
en sus alféizar, unos a otros se disparaban con los dedos índices hipotéticos
proyectiles lanzados desde la posesión más absoluta de la razón. Y esta vez, a
diferencia de la anterior que fue horizontal, aparecieron verticalmente esas
dos Españas sobre las que escribía Machado entre lágrimas. Y la batalla del Ebro
siguió su curso, ya que nunca terminó, desde aquel 25 de julio del año 38, a
las 0:15 horas. Es lo que afirman…, las ventanas.
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