¡Fuera, esto se hunde! Le
gritó la desesperación, a la que por cierto había hecho caso en todo lo que le
fue susurrando durante tanto tiempo para que se subiera en esa lancha
desvencijada, que ahora tenía que abandonar. Una vez en el agua su desilusión le
obligó a borrar las letras que había pintado en el casco cuando, sin que nadie
le viera, la bautizó como “Vida”. Todas las cosas que llevaba en su cabeza
fueron una a una abandonando el cráneo con la misma prisa que él había saltado
por la borda, al compás del frenético ritmo de las dentelladas que le daba el
mar. Cuando le encontraron, tenía asida en su mano el trozo de tiza, único
vestigio de cuando enseñaba en la Universidad y maravillaba a sus alumnos
desentrañando, mediante ciclos bioquímicos, la belleza de la existencia.
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