Tumbado en la motorizada
camilla, los rectángulos, cuadrados y líneas que habitaban boca abajo en el techo, iban
pasando a una velocidad pasmosa, mientras las luces, que se intercalaban entre
ellos, se mezclaban como si fuese la paleta de un impresionista en pleno brote
creativo. La respiración fuerte, decidida, que oía detrás, proveniente del
protagonista de la motorización, apagaba con facilidad el resto de sonidos. De
pronto, al frenar en seco, con la sorpresa que ofrece un guiñol callejero,
llenaron el espacio tres caras amigables y preocupadas. Sólo hablaba una de
ellas, con rapidez, mucha rapidez. El dolor desapareció a la par que varias
manos se posaron sobre el dolorido pecho, reconfortándolo ¡Qué maravilloso
color verde! Se acabó.
Se lo vuelvo a dedicar a mi amigo Leo, el cardiólogo
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