Había una vez dos caminos que
corrían superpuestos. Se habían encontrado en un cruce y decidieron, en su día,
seguir no ya unidos, sino exactamente juntos. La felicidad lo inundaba todo:
las piedras, los charcos, los carteles indicadores, incluso si alguna fruta
caía desde algún árbol cercano y rodando acababa en ellos, se endulzaba por
ósmosis de la dicha que corría. Una mañana, temprano, se encontraron que había
hombres y máquinas trabajando justo después de una curva. Dichos humanos premiaron a uno de ellos, que siguió. El
otro se quedó un tiempo esperando la ayuda de su “eterno compañero”, pero…ya no
era un camino, sino una autopista con problemas y preocupaciones de una gran
vía, con vehículos que circulaban a altísima velocidad, zonas de descanso,
gasolineras cada cincuenta kilómetros…etc, y por tanto, ya no podía hacer nada
por él. El chiquitín, una vez asumido su (digamos) destino, siguió su viaje
hacia la montaña, dando servicio a pequeños carruajes y transeúntes casuales.
Lo curioso es que ambos fueron felices, dentro de lo dichoso que se puede ser
siendo autopista o vereda, claro está. He
de añadir que el camino pequeño, de vez en cuando, se pregunta si su antiguo
compañero no fue siempre una autopista, aunque prefiere pensar que no y
recordarle como un… sendero bueno. FIN.
En relato tan ocurrente como bien encaminado. Se ve que se me escapó leerlo en octubre.
ResponderEliminarUn abrazo, Pedro