Consigo llegar al sillón con el mismo esfuerzo que seguramente realizaría un alpinista en coronar el K-2, aunque esto último como jamás he subido a esa montaña, me lo imagino. Nada más sentarme me coloco las gafas nasales correctamente, ya que durante la travesía hasta mi raído destino se habían descentrado y la falta de oxígeno llamaba poderosamente en mi picudo pecho. Una vez acomodado y restablecido el resuello, me vuelvo a acordar de todos los cigarrillos que fumé buscando la paz de su efecto…, y me culpo. Me culpo yo, y además en el informe del médico también me culpa él, sin quererlo ¡claro! que el lenguaje a veces es muy traicionero: “Fumador de 40 cigarrillos diarios desde la juventud…” Escribe fumador pero lo que yo leo es responsable. Sí: me culpo por haber fumado, y también por haber trabajado en aquella insalubre fundición de plomo desde los catorce años. Me culpo de no haber salido de allí, de aquel lugar deleznable; también me culpo de no haber maldecido la cajetilla que siempre me acompañó, de no haberla pisado con todas mis fuerzas, de no haber sido valiente. Pero cuando el oxígeno penetra en mis pobres pulmones y me trae un momento de tranquilidad, perdono mi despiste laboral y al lenguaje del médico también. De lo que no consigo indultarme es de no haberla olvidado nunca, ni un solo segundo de mi vida y de fumar…, esperando, como dice la canción. De eso no. Así que con la tozudez que aporta la cobardía, en cuanto se vaya mi hija, volveré a encender uno que tengo escondido dentro de una caja de medicación: para esperarla, fumando, hoy. Eso sí, ella no fuma. Esa es mi victoria y mi tranquilidad.
2º puesto Concurso de Relatos Comisión Antitabaco Hospital La Paz (2019)
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