No voy a intentar buscar
una explicación a cómo he acabado transmutado en una rata; voy a ser como Tim
Robbins en la película “Cadena Perpetua”,
ya no soy aquel banquero, soy este preso y como tal voy a vivir. Por ende,
voy a ir afirmando mi nueva situación y, de momento, sólo estoy seguro de dos
cosas: que tengo los ojos de color rojo como cualquier rata de laboratorio, y
que el investigador que me tiene a su cargo sabe perfectamente que no soy una
rata, porque sólo a mí me ofrece almendras garrapiñadas y me mira con ojos de
pena, como disculpándose por “no poder hacer nada”. Que se meta por el culo su
falsa piedad que no es más que la otra cara de su cobardía, y que me deje en
paz, le digo en idioma ratuno cada vez que se acerca a la jaula mientras desprecio
su regalo yéndome al comedero a por la bazofia que ponen todos los días. Es muy
probable que las demás ratas también hayan sido humanas como yo, pero se han
dejado llevar por algún deleznable sentimiento y van como locas a por la
almendra garrapiñada que yo siempre abandono. Y este es, en el fondo, lo peor
de mi cadena perpetua: estar rodeado de cobardes y lameculos agradecidos en
esta dimensión en la que habito recientemente.
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