Ya hacía casi cuarenta
años que había llegado al planeta. Si ser inmigrante en la Tierra es
complicado, fuera de ella era aún más oneroso. Los habitantes de los distintos
planetas que albergaban vida veían muy mal que alguien dejase su mundo de
origen para irse a otro, como una forma de egoísmo o chulería interespacial
absolutamente censurada. En esto todos coincidían, independientemente que
respiraran hidrógeno u oxígeno, midiesen tres metros de altura o apenas un
centímetro. Cuando él salió en su cohete, que lo construyó imaginándose la nave
protagonista de la novela “Crónicas Marcianas” para entrar con buen pie, ya que
él pensaba que ese libro le tendría que gustar a todo habitante del Universo,
tenía mucha confianza. Sabía o intuía que no iba a ser un camino de rosas, pero
la ilusión de empezar una vida que fuese mejorando, con esfuerzo eso sí, le
empujó a cruzar el espacio sideral. Ahora, en plena madurez sigue trabajando en
el mismo puesto “de mierda”, y entrecomillo mierda porque en ese planeta el metano
es muy valorado para que quede claro que es en idioma de la Tierra, y jamás le
han dado una oportunidad de mejorar, negando siempre la mayor. Nada era
suficiente para los habitantes de ese planeta: que hubiese estudiado como el
que más, esforzado como ninguno, y ser el habitante más honrado que jamás
hubiesen visto. Nada. Seguía con la misma librea metálica que le entregaron
hace ya casi cuatro décadas. Pero nuestro protagonista no se rinde, y todos los
días saca brillo al metal que le cubre y en cada movimiento el refulgir es
visto desde grandes distancias. Eso es quizá lo que no soportan, que brilló
desde el primer día. Al final…, los planetas no son muy distintos, creo yo.
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