Escuchó en la radio una
canción que decía algo así como que las
palabras fueron avispas, y sus catorce primaveras se estremecieron como una
gelatina de frambuesa. Era la primera vez que sentía la separación de ese amor,
que había oído clasificar despectivamente como “de verano”, pero ella no
podía dejar de temblar. No tenía ninguna gana de comer, ver la televisión y lo
peor de todo: de hacer ganchillo. Aquello era el fin. Pero al cabo de unas
horas la realidad se le echó encima como la mañanita que se ponía nada más
levantarse y volvieron de golpe los ochenta y cinco inviernos, y rezó a su
estampita del alma estar viva para el siguiente verano y que su hijo la
volviese a llevar a la playa para resucitar trémula al sentir la mano de…, ese
amor de verano.
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