Érase una vez un par de semillas
que volaron juntas arrastradas por el viento. Durante su arduo viaje, repleto
de peligros que fueron sorteando porque eran dos semillas muy tenaces, apareció
una gran amistad que, con el tiempo, se transformó en un tórrido romance para
evolucionar a un sólido amor ya que tuvieron la gran suerte de caer muy cerca y
así llevar a término todos esos planes maravillosos que imaginaron durante el
vuelo. Con el tiempo dos árboles magníficos salieron de ambas simientes cuyas
ramas, repletas de hojas, entrelazaban durante las primaveras. Pero…eran de dos
especies distintas y uno de ellos creció más que el otro, por lo que cuando
llegaba la nueva primavera el más alto tenía que agacharse para abrazar a su
amante. Y como la condición arbórea es parecida a la condición humana, se cansó
del esfuerzo y una primavera dejó de agacharse. La verdad es que era un árbol
altísimo y precioso; tan era así que el dueño del jardín lo arrancó y se lo
vendió a un señor muy rico que lo quería en su palacio. El árbol pequeño se
sintió muy mal cuando le vio partir, a pesar de que no le abrazase desde hacía
varias primaveras, ya que sentía la misma intensidad amorosa que cuando eran
muy felices juntos. Pero el otro no: se marchó altivo por estar llamado a
grandes empresas y olvidó por completo al diminuto compañero. Pasó mucho tiempo
y el más pequeño siguió en el jardín, que convertido en parque público, acumuló
corazones de adolescentes enamorados que le cosquilleaban el tronco y decenas
de nidos de ruidosos pajarillos y…olvidó a su antiguo compañero, rehaciendo su
vida con un simpático arbusto que desde que germinó se había fijado en él.
El otro está en un cementerio, solo, rodeado de amargados cipreses ya que su
importantísimo dueño, al morir, quiso que le acompañase en su eterno descanso.
FIN.
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