Érase una vez un pintor de brocha
gorda que soñaba con Velázquez. Tan fuertes y repetitivas eran sus fantasías
que se puso a estudiar pintura, formalmente. Y haciendo el mayor de los
esfuerzos después de doce horas de jornada laboral, iba a su escuela nocturna a
realizar el trueque: robar descanso al pintor de gotelé para dar conocimientos
al admirador del genio sevillano. Y… lo consiguió: terminó sus estudios. Érase
una vez un pintor de brocha gorda que sabía a la perfección la técnica de
Velázquez. FIN.
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