La nueva situación, tras
la pandemia, fue poco a poco asentándose. El teletrabajo, como punta de lanza
de esa nueva normalidad, mirado con recelo hasta hacía poco tiempo, fue
extendiéndose por todo el mundo laboral. Pero el prefijo griego tele, no sólo se
quedó ahí, sino que se unió en matrimonio con otros vocablos que también
querían ser muy modernos. Así que al poco se casó con sexo, porque para qué
complicarse la vida con flirteos que se podían volver contra uno, con embarazos
no deseados o incómodas infecciones, por lo que todo el mundo llevaba la aplicación
tele-sexo instalada en el móvil, y se aceptó su uso sin necesidad de dar ningún
tipo de explicaciones a nadie, que cabrearse porque le pusieran a uno los
cuernos era de la “vieja normalidad”, la cual se quería dejar atrás a marchas
forzadas. El amor, fácil objetivo del prefijo, se dividió en tele-ligue,
tele-relación y tele-parasiempre, con lo que los hijos y las hijas jamás
dejaban la casa de sus padres, porque ¿para qué?, con tener una buena conexión
a internet… ¡Qué necesidad!, ante, eso sí, las muecas escondidas de sus
progenitores tras la quirúrgica mascarilla, que asimilaban con dificultad estos
nuevos tiempos. Claro, también había separaciones, que eran regidas por
tele-divorcio, donde se dejaba claro qué y cuantas gigas debían de pasarse al
mes para sustento de los hijos, pero que no hacía falta que uno de los ya ex
cónyuges se fuese de casa, no, seguían viviendo en el mismo sitio, pero cada
uno con su ordenador. Los mendigos se conectaban a las wifis, que la gente
piadosa desactivaba la clave por unos minutos, y vagaban por la ciudad con su
aplicativo tele-limosna. Hasta los asuntos más complejos como la violencia de
tele-género eran gestionadas perfectamente, ya que los jueces eran implacables
instalando firewalls para el alejamiento digital sobre la víctima, cuando se
daba tal circunstancia.
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