«Te
tienes que casar, Albertito», le arrojó un vecino al cruzarse en el marmóreo
portal. Era una frase, un consejo que llevaba oyéndolo casi a diario, desde
siempre, desde que debería haberlo hecho, y con mayor intensidad desde la
muerte de su madre. Él siempre contestaba, y contestó, con el mismo «ya, ya,
claro que sí» que se había convertido en un movimiento reflejo como si le
golpearan la rodilla con un martillito. A veces, el consejo iba seguido de
«búscate una mujer buena», que apuntalaba y dirigía de forma más precisa la
primigenia recomendación. Curiosamente había un sector que, como si quisiera
llevar la contraria al resto, le jaleaba con un «sigue así, Albertito, tú sí
que sabes». A esta última felicitación sólo correspondía con una sonrisa, la
verdad que tan mecánica como la anterior respuesta. Pero a solas, en su pulcra
y mimadísima casa, en cuanto cerraba la puerta se convertía en Alberto y
declamaba en voz alta: «Ni me llamo Albertito, ni me gustan las mujeres, ni me
gustáis vosotros, hijos de mala madre».
Relato del libro "El velocirraptor y 53 relatos más"
Esa manía de etiquetar a la gente y de decirles lo que tienen que hacer es terrible, pero no menos que tener que poner buena cara a todos por aquello de ser sociable.
ResponderEliminarOtra joya del "Velociraptor".
Un abrazo, Pedro
Gracias, maestro. Un abrazo
EliminarBien dicho; ¿por qué nos costará tanto defraudar a los otros?
ResponderEliminarUn abrazo, Pedro.
Gracias, amigo. Un abrazo muy fuerte.
EliminarImpecable ejemplo de interacción social entre desconocidos que ni se enteran de su condición. Saludos.
ResponderEliminarMuchas gracias, Taty. Casi siempre lo más simple es lo más difícil. Un arazo
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