Parecía otra dimensión, otro
lugar donde las leyes físicas no se cumpliesen, donde arriba fuese abajo y
viceversa, donde muerte y vida no estuviesen totalmente separadas, debidamente
distantes. Esa fue su primera impresión nada más cruzar, la puerta de la U.C.I.
de su hospital. Una vez dentro, de forma inmediata, ya formaba parte de todo
aquello, ya sentía la deformidad en inconsistencia de las leyes que
habitualmente rigen el universo, y tenía que moverse entre aquellos agujeros de
gusano donde la transportaban de un enfermo a otro, instantáneamente. En todos
estaba el mismo protagonista, ese ser invisible por su extrema pequeñez, pero
de lenguaje atroz, de amenaza real. De uno a otro, detrás de un sinfín de capas
de papel, de plástico y las que uno se pone irremediablemente, iba regando con
agua de vida para ganarle unos segundos a esa cuenta atrás iniciada por ese
enemigo invisible. Y a algunos, ese tiempo añadido, les fue fundamental. A
otros, no. Cuando está sola, y se seca las saladas lágrimas que a nadie quiere
enseñar, se imagina las risas de los nietos de aquellos a los que su aportación
espacio-temporal les valió; y piensa que ese es su mejor premio, el único que
conseguirá cicatrizar su alma en carne viva, que duele, que duele.
P.D. Dedicado a mi hermana y a
todos aquellos que le plantaron cara, muy de cerca, al Covid-19.
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