Iba
a ser su primer día de trabajo. Llevaba toda la noche sin dormir. Su padre la
despertó —«vamos, Rosita»— a la vez que apoyaba el dedo índice en sus labios
como respeto al sueño de sus hermanos. El sigilo iniciado en la casa se mantuvo
a lo largo de toda la distancia que se interponía entre el despertar y el
trabajo. Su padre iba andando un poco adelantado, como indicando el camino,
cosa que no hacía falta porque ella sabía perfectamente dónde estaba el
trabajo. Y llegaron a su destino. «Corre, Rosita, súbete a ese montón mientras
yo rebusco en aquél». ¡Qué nervios! Claro, es que ya era muy mayor, tenía seis
años.
Relato del libro "El Velocirraptor y 53 relatos más" de Pedro Carrasco Garijo y Jesús Oliván Palacios
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